Aquí les dejo una entrevista que le hicieron a una chica de colombia. Muy interesante para leer.


–¿Con qué sueñas? En 10 o 15 años, ¿dónde te ves?

–¿10 años? Qué va… en cinco. Cinco años solamente. Yo tengo claro que mi vida es corta. Las chicas no vivimos más.

–¿Cuántos años viven entonces?

–40, 45 años. No más. Por eso yo tengo afán para todo. Para la visa, para salir de aquí, para moverme. Tengo poco tiempo –dice Lucrecia seria, muy seria. Demasiado seria.

El Dj deja descansar al trance que ha puesto toda la noche y le da paso a You Can Leave Your Hat On, de Joe Cocker. Son las tres de la mañana en La Fortaleza, en el barrio Teusaquillo al sur de Bogotá. Solo hay unas siete mesas ocupadas. Todos están muy borrachos, pero no más que las chicas.

De una puerta al costado del escenario sale Lucrecia, de 34 años, disfrazada de policía. Lleva puestas gafas de sol de aviador, un sombrero de cuero negro brillante que le cubre parte de la cara, botas de cuero negras hasta las rodillas y una camisa celeste con cuello negro que apenas le cubre las nalgas. Lleva una lata de crema de afeitar en la mano y se acerca a una mesa donde está sentado un hombre acompañado de una botella de whiskey. Lo que es indicio, para Lucrecia, de que tiene plata.

Se encarama sobre él, trepando los posabrazos de una silla Rimax blanca y restregando su intimidad en su cara. De un jalón se quita la camisa, quedando así en ropa interior de encaje negro y comienza a echarse la crema de afeitar en el cuerpo, acariciándose. Lucrecia tiene el poder. Cuando termina la canción recoge su camisa y se dirige a la puerta por la cual salió, haciéndome un guiño que indica que debo acompañarla.



Es importante para Lucrecia que su familia no la reconozca, pues nunca le ha contado a nadie cómo se gana la vida.

Camino tras ella por un corredor oscuro con varias puertas cerradas a ambos lados hasta la última al final del corredor. Adentro hay un catre con un colchón sin sábanas y un baño sin papel higiénico o toalla. Lucrecia se sienta sobre el catre con las piernas abiertas. Jala una maleta de debajo del catre, saca un rollo de papel higiénico y una toalla de manos sucia que me entrega para que le quite la crema de afeitar del cuerpo mientras ella se retoca el maquillaje, alistándose para su siguiente show.

A los 14 años, cuando su mamá la echó de la casa en Montería porque ya no podía mantenerla, Lucrecia llegó a Bogotá en compañía de una amiga dos años mayor. Encontraron trabajo como empleadas internas en la casa de una familia adinerada del norte de la capital, pero a los pocos meses se quedaron sin trabajo.

Fueron a dar a una casa privada en Suba que tenía un billar, donde durante algunas semanas su amiga trabajó prostituyéndose mientras Lucrecia seguía buscando trabajo como aseadora. Pero la dueña de la casa le dijo que si quería seguir viviendo allí debía prostituirse, de lo contrario la echaría a la calle y contra la voluntad de la niña la entrenó para su primer cliente.

–Lo más importante era el condón. También me enseñó cómo hacer cuando me llegaba la regla. A eso le decimos taponazo, y es más difícil que aprender a manejar. Tenía que ponerme un pedazo grande de algodón hasta bien arriba, y después lloraba porque era muy difícil sacármelo. Era necesario, pues sería mucha la plata que perdería si no trabajaba esos días del mes.

Pretendiendo disuadirla, la mujer le aseguró que mientras se acostumbraba le daría los clientes más viejos, que eran los más suaves y no le harían daño. Lucrecia tenía miedo y sentía vergüenza, no sabía cómo actuar, ni siquiera cómo vestirse y ser provocadora.
A sus 14 años le vendió su virginidad, por 35.000 pesos, a un hombre muy gordo y barrigón que tendría unos 65, olía a cocaína y fumaba bazuco. Él fue paciente, la convenció de que no debía temerle, le pidió que fuera profesional, le pagó y se fue de allí sin lastimarla. Fue una experiencia aterradora, traumática. Cuando el cliente se fue, Lucrecia se encontró con la dueña de la casa que la esperaba en el corredor afuera de la habitación.

–Estuvo bien, ¿no? –preguntó la mujer.

–Yo no quiero estar con nadie más –respondió Lucrecia llorando.

–Tranquila, eso tiene que ser así para que poco a poco vayas perdiendo el miedo. ¡Tienes que aprender!

Ese mismo día atendió a un segundo cliente. Se demoraría un año en perder la vergüenza y así mismo la culpa. Debió pagar un millón de pesos para irse de esa casa, luego de haber estado un año encerrada.


En la puerta había un celador que no las dejaba salir y les daba todo lo que necesitaban. La multa la pagó un cliente que se la llevó a vivir a su casa. Tenía 15 años. Allá hacía todo tipo de orgías con mujeres que ella misma le buscaba en el periódico y la calle, y mujeres que él traía. Vivió con él ocho meses. Luego consiguió un trabajo como niñera pero solo duró una semana y se aburrió de estar encerrada, quería estar en la calle. Entonces volvió a prostituirse.

Hace un año Lucrecia se contactó con un burdel en Aruba a través de una amiga. Les mandó fotos suyas y una vez que la aprobaron sacó la visa y se fue a trabajar a la isla durante tres meses. Produjo casi 20.000 dólares y se gastó 5.000 haciendo shopping.

–¿Sabes cuántos clientes tuviste en esos 3 meses?

–2.000. Bueno, no, por ahí 1.000 o 2.000. Más o menos –dice sin ninguna emoción, sin vergüenza alguna.

Durante su estadía en Aruba conoció a ‘John One’, un hombre de 57 años, mientras trabajaba. Él se enamoró de ella y comenzó a visitarla todos los días, además pagaba la multa de 300 dólares del burdel para sacarla de allí. Le llevaba desayuno, almuerzo y comida. Recogía su ropa sucia y se la devolvía limpia, almidonada, planchada y doblada. Le daba regalos y la invitaba a playas y restaurantes. Lucrecia se reprochaba por estar perdiendo tiempo con él en lugar de trabajar.

También conoció a ‘John Two’, un hombre de 50 años que vive en Aruba, de quien sí se enamoró. Sostuvo una relación con ambos al mismo tiempo, sin que ninguno se enterara de la existencia del otro. Cuando finalizó su viaje y volvió a Colombia siguió en contacto con los dos. Ambos le hablan de amor y le hacen promesas, pero ‘John One’ fue aún más lejos: le propuso matrimonio y le prometió una casa que ya comenzó a construir para ambos en Omaha, Nebraska. Se divorció de su mujer y se encuentra tramitando la visa de Lucrecia.

La relación es complicada, pues el hombre no habla español y el inglés de ella se limita a lo que tiene que saber por su trabajo. Lucrecia recurre a mí para que le traduzca las conversaciones por celular. Mientras tanto planea otro viaje a Aruba para ver a ‘John Two’ y debe asegurarse que ‘John One’ crea que está en Colombia.

–Dile que el trabajo aquí está muy duro, no hay plata. Que estoy cansada del frío y me voy a ver a mi mamá a la costa. Dile que se murió mi abuelita y que me voy al velorio y estaré allá durante un mes.

Yo traduzco lo que Lucrecia ha dicho y le pregunto si hay algo que quiera decirle y ‘John One’, me pide que le explique que ya comenzó el trámite de la visa y que pagó 700 dólares para que agilizaran el proceso.

Se inquieta un poco cuando le cuento que Lucrecia estará un mes en la costa y lo tranquilizo diciéndole que estando él en Estados Unidos, no debería importar si Lucrecia está en Montería o en Bogotá. Luego le pregunto a Lucrecia si hay algo más que quiera decirle.

–Eso es todo. Chao –contesta ella fría y calculadora.

–¿Y ni un beso, o un te quiero? –Insisto.

–Bueno, sí. –contesta muy segura, aunque es claro que preferiría no tener que volver a tocarlo.

La calle, la misma a la cual se expone todas las noches, es la que le ha enseñado a sobrevivir. Una noche, en La Fortaleza, cuando Lucrecia tenía 25 años conoció a un hombre que la invitó a salir de allí con él y pagó la multa por hacerlo. Algo en él le producía desconfianza, instinto al que jamás ignora. Pero él le dijo que era policía y eso le produjo seguridad.

Se fue con él, otro hombre que lo acompañaba y una de las chicas de la discoteca tan borracha y drogada que casi había que llevarla de la mano. Llegaron a un edificio cerca al Bronx. Entraron y cuando el hombre trancó la puerta Lucrecia volvió a alertarse. Ahí estaba de nuevo esa sensación. Subieron cuatro pisos y ella vio gotas de sangre seca en los escalones.