Del cielo al infierno solo hay un paso de distancia. El delgado límite que los divide es apenas una barrera cultural, que de manera análoga al tema cafetero que nos convoca, representa una nueva experiencia, un sexo diferente, un perreo distinto.
Justamente ubicuo a la calle que rodea el terminal sur, emerge de manera canalla e infame un letrero más bien alcanforado que neón, con la leyenda de café. El primer encuentro es con una mujer robusta, que no duda en dejar en el camino a su competencia por medio de golpes de cadera y palabrotas.
Como un viejo cartero, que conoce perfectamente las mordeduras de perros “mala leche”, le hago el quite, para saber si la recompensa es buena. Y claro que lo es… Del fondo emerge del lodo la casi perfecta Nuria, con marcado acento limeño y el típico culo coronado con mucha cadera y poco busto, pero bueno… Durito y moreno. Ojos partidos por la genética, pestañas tan largas que parecen ventilar huracanadamente cada vez que pestañean. Hace una deferencia, típica de la servidumbre de 100 (o 200, o 492) años de soledad, desgraciadamente estigmatizada por las fantasías misóginas de Márquez, o de un Teiltemboim a puertas de la muerte, o de un chino Ríos con jaqueca.
Dos consumos, conversación amena, ad-portas del negocio sexual de mi vida. Lo que hice con ella, y que no se los puedo contar, involucra de la A a la Z.
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